Ser gay y vivir con VIH en México
Yo quiero una malteada de chocolate y un pastel de limón. Me llamo Irvin, sin ge al final, aunque todo el mundo me la pone. Irvin Guerrero. Trabajo en una empresa de seguros y quiero dedicarme al trabajo social en el área de salud. Tengo 22 años. Soy de la zona del Nevado de Toluca, de un pueblo totalmente rural, con pocos habitantes, demasiado tranquilo. Es un pueblo agrícola. Está a las faldas de un volcán, a unos 3.000 de altura. Se llama Calimaya. Allí se cultivan el maíz y el haba. Mi mamá es viuda y siempre fue ama de casa. Mi papá murió cuando yo tenía tres años. Trabajaba en una empresa cervecera. Yo me fui del pueblo a México DF cuando tenía 17 años. Me vine a estudiar a la UNAM. Tengo dos hermanos menores. Yo soy el mayor. Me vine al DF el 4 de agosto de 2008. Me acuerdo de la fecha porque mi vida cambió totalmente. Yo vivía en un pueblo muy conservador. Mi familia era conservadora, como muchas familias mexicanas. Todo estaba alrededor de la religión. El domingo había que asistir a la iglesia. A la comida y a la cena le dábamos gracias a Dios y a la Virgen. La abuela era la que se encargaba de eso. En el centro de la mesa siempre había unos folletitos que tenían escritos pensamientos religiosos. Hoy te toca a ti, Irvin. Ok. Sacabas la hojita, leías la frase y a comer. Eran frases de la Biblia. Tenían que ver con la forma en que Jesús llevaba su vida. No las recuerdo muy bien. Decían que Jesús caminaba por un huerto y se encontraba con los apóstoles y todos daban gracias por los alimentos. Aquello se me hacía como muy fumado, como muy subjetivo.
Siempre sobresalí como estudiante. Siempre me ha gustado elaborar cuentos. En la secundaria participé en tres concursos. Gané dos y en uno quedé subcampeón. Eran historias en las que el protagonista lograba ayudar a alguien. En uno de ellos había un problema social y el protagonista apacigua el conflicto. Luego él muere y el pueblo queda en paz. Y entonces al pueblo le llaman por el nombre del protagonista, Calimaya de Prisciliano Díaz González, que es como se llama mi pueblo.
Terminé la licenciatura el año pasado y mi fiesta de graduación fue el 4 de enero. Me lo pasé excelente. Dos semanas después, el miércoles 16 de enero por la mañana, jamás lo voy a olvidar, me llama mi tía porque se enfermó su esposo, y me dice: “Tú que siempre has llevado un estilo de vida saludable, ¿por qué no vas a donarle sangre a tu tío?”. Él tenía diabetes. Voy a donar y me dicen que no puedo porque tengo los leucocitos demasiado bajos. Un par de horas después acudo a la Clínica Especializada Condesa, porque recordé que el 16 de septiembre de 2012 había tenido una práctica de riesgo. Había tomado, no mucho, pero bebí. Vodka. Me gusta mucho el vodka, con jugo de arándano o de uva. A las dos de la tarde una consejera me dice que tengo VIH. Fue en un espacio mediano, blanco, no recién pintado, tampoco ostentoso, lo básico: un escritorio, un asiento. Había varios expedientes sobre la mesa y recuerdo que a la consejera constantemente la interrumpía una asistente que estaba llevando expedientes. Entonces ella me pregunta a qué me dedico. Le digo que estoy en el Instituto Nacional de Cancerología haciendo el servicio social. Y ella me preguntó qué pensaba de la gente con cáncer. Me sudaron las manos. Le dije que de verdad son gente que me sorprende porque han logrado salir adelante. No sentía ni calor ni frío. Era una sensación extraña, como si yo hubiera estado con demasiado calor pero como si me hubieran echado encima un balde de agua fría. Lo recuerdo y siento escalofríos. Me dijo que si estaba listo para recibir cualquier resultado. Le dije siempre voy a estar listo. Y me dijo que era positivo. Ella me dijo que iba a estar bien, que la calidad de vida de alguien con VIH es igual a la de cualquier otra persona, y a mí me entraba por una oreja y me salía por la otra. Yo solo pensaba que todo lo que había construido se había derrumbado. Para mí venirme a la Ciudad de México no fue como hacer unas enchiladas suizas, así de sencillo. Mi papá murió cuando tenía tres años. Luego tuve un padrastro que se separó de mi madre. Luego ella encontró a alguien más pero también se murió. Pensé en el suicidio. Pero amo tanto a mi madre que me dije que no iba a provocarle más dolor que el que ella ya había tenido.
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A los ocho días de la graduación le dije a mi madre que iba a ir al pueblo para contarle mis planes de vida para el futuro. Iba a decirle que yo soy gay. Pero lo cancelé cuando unos días después me dijeron que tenía el VIH. Yo había quedado con ella para el sábado 19 de enero. Lo cancelé el viernes 18: Mamá, sabes qué, no voy a poder ir porque me surgió un contratiempo. Está bien hijo. Al final fui a casa el 2 de febrero. Fui en autobús por la mañana. Llegué a las diez. Era sábado. En la cocina le dije: “Mamá, quiero hablar contigo”. Y me dijo: “Está bien, vamos a la recámara de tu hermano”. La recámara de mi hermano está en la parte alta de la casa. Está más amplia y tiene más luz. Nos sentamos en la cama y miré a mi madre a los ojos. A mí siempre me ha gustado mirar a los ojos de las personas. La miré a los ojos. Me sudaban las manos. Ella no me quitaba la mirada. Era una mirada cálida. Ella traía una blusa color café, un pantalón azul y zapatos cómodos. Estaba hermosa, como siempre ha sido. Eran como las once y media. Mi hermana menor estaba en su recámara. Tiene nueve años. Estaría viendo el televisor. Le gusta mucho Grachi, un musical gringo tipo highschool. Mi madre y yo estábamos de frente, en un costado de la cama. Yo estaba jugando con las manos. En las manos no llevaba nada. Nunca he llevado objetos en las manos. Yo traía una playera de manga corta de color café, un pantalón azul de mezclilla, mi favorito, y unos zapatos cafés. Estábamos sentados en el costado de la cama, con los cuerpos girados pero de frente. Aquí había una ventana. Daba luz. Era una buena luz. Y estaba fresco. En Toluca siempre ha estado fresco, y en Calimaya más fresco. Le dije: “Mamá”. Agaché la mirada y le dije: “Soy gay”. Y me puse a llorar.
Después de haber dicho las palabras me volteé a ver. Ella retiró su mirada de la mía y suspiró. Ella se volteó hacia la ventana y luego regresó a verme, me tomó de la mano y me dijo: “Ya lo sabía. Estaba esperando el momento en que me lo dijeras. Porque una madre jamás se equivoca. Y ten por seguro que como siempre te lo he dicho te amo, y te voy a aceptar como seas”. Yo me quedé pasmado pero tranquilo. Pero después mi mamá agregó: “Francisco”. Mi mamá siempre me ha dicho mi amor, pero cuando estaba molesta o formal me decía mi segundo nombre, Francisco, porque así se llamaban mi papá, mi abuelo y mi bisabuelo. “Lo que sí te pido es que tengas cuidado, porque hay muchas infecciones de transmisión sexual”. No la dejé terminar. La cogí de la mano con mayor fuerza. Yo seguía en la misma posición, pero estaba petrificado. Ella se había movido y se acomodó más frente a mí. Yo estaba llorando a cántaros. Me sentía muy caliente. Inclusochapeado, sonrojado, avergonzado. Y ya fue cuando le dije a mi mamá: “Tengo VIH”. Fue rápido. Su rostro cambió. Ella tiene la piel blanca, pero se quedó pálida. Me dijo: “Francisco. Puedo entender que seas gay, pero que tengas VIH me es difícil de digerir”. Antes ella tenía los ojos brillosos pero sin lágrimas. Y cuando le di el diagnóstico se echó a llorar con la misma intensidad que yo. Aparece mi hermana y mi mamá le dice que se retire. Mi hermana me dice que no llore y me da un abrazo. Y después de eso empiezo a charlar con mi mamá acerca de todo el proceso que llevara con la enfermedad. No había pasado ni un mes del diagnóstico. Había pasado más de medio año desde que me infecté. Me dijo que si me sentía bien, que si había tenido temperatura, que si había adelgazado. Le dije que no. Que estaba bien. Se tranquilizó un poco. Le dije que me sentía bien pero emocionalmente destrozado. Que todos mis logros se habían derrumbado, que todo se había ido a la goma.
Ahora me comunico casi a diario con mi mamá. Empecé a tomar el tratamiento el 22 de febrero. Fue un viernes. Y lo sigo haciendo. A diario tengo que tomar tres pastillas juntas al día. Aquí las traigo. Son tres pastillas. Esta de aquí se llama emtricitabina. Esta tenofovir. Esta efavirenz. Tengo que tomármelas todas juntas a las once y media de la noche. Ni a las once y veintinueve ni a las once y treinta y uno. A las once y media es cuando tienen que entrar en el torrente sanguíneo. Yo siempre he sido muy disciplinado. En 16 minutos va a sonar la alarma de mi teléfono. Va a sonar Scream & Shout, de Britney y Will.i.am. A mí siempre me ha gustado Britney Spears. Ella hizo Baby One More Time cuando yo tenía 13 años.
Mi madre ya se ha dado cuenta de que esto no es igual a la muerte. Y yo al día de hoy no lo veo como si todo se hubiese derrumbado. Cuando me dijeron que tenía VIH solo dos amigos míos de la universidad sabían que yo era gay. Ahora conozco a mucha gente como yo. Un consejero que me ayudó mucho me dijo: “¿Por qué no lo hablas también con tu papá?”. Le dije que mi papá murió hace 19 años. Y él me dijo: “¿Y qué? Vete a su tumba y dile que tiene un hijo gay que vive con VIH y que es muy feliz”. Fui a la tumba de mi papá. Se llamaba Francisco Guerrero. No iba desde hace seis años. Solo lo recuerdo de fotografía. Era guapo. Tenía el mismo color de ojos y de cabello que yo. De mi mamá dicen que saqué el carácter. Llegué al cementerio. Vi la tumba. Le dije que no lo recordaba pero que también lo amaba. También le dije mi condición de salud y mi identidad sexual. Se lo dije en un tono medio, como estoy hablando ahora. Estaba el señor que cuida del cementerio, pero estaba lejos. Eran como las cuatro de la tarde. No recuerdo el día. Pero recuerdo que el panteón está al final del pueblo de Calimaya.
Irvin Guerrero
Fuente: Anodis